Este jueves, a los 87 años, murió la conductora que supo ser el rostro de la televisión argentina. Dueña de una carrera exitosa como pocas, se codeó con grandes estrellas. En 1962 conoció al galán de Hollywood. Y un episodio los terminaría marcando a los dos

Fue la cara de la televisión argentina. En todo sentido. En blanco y negro, también a color: a ella le encomendaron conducir la transmisión que revolucionaría la pantalla chica, el paso de los grises a la paleta del arco iris. Pinky es una de las grandes figuras de nuestro país. Y este jueves 8 de diciembre el corazón de Lidia Satragno -tal su verdadero nombre- dejó de latir, a los 87 años, embargándonos de tristeza y dolor. Pero también de nostalgia para quien acompañó la vida de millones de argentinos.

Tuvo una carrera brillante. Y una vida fabulosa, cargada de experiencias que resultan ajenas a cualquier mortal. Así son las estrellas. Así lo era Pinky. Y una anécdota viene a ejemplificarlo. Aquella que la tiene como protagonista junto a Paul Newman. Fue en el Festival de Cine de Mar del Plata cuando ella era la mujer más conocida de la Argentina y él, el hombre más conocido y hermoso del mundo. Ella lo protegió de sus fans. Él… él le salvó la vida.

Corría 1962. Con sus 27 años, una belleza magnética y una inteligencia no impostada, Pinky era una de las figuras más célebres de la Argentina. Había sido consagrada Mujer del año, presentado espectáculos en el Lincoln Center y el Carnegie Hall, protagonizado obras teatrales, pero sobre todo, había logrado el cetro de la dama de la televisión.

Paul Newman tenía 37 años y su belleza era tal que al contemplarlo los demás mortales sentían deseos de llorar o de morirse. Como dice la canción, era “tan lindo que parece que le duele la cara”. Pero además, de su belleza Newman era culto, seductor, gracioso, sensible y talentoso.

Ese año se celebraba el 5° Festival de Cine de Mar del Plata y el protagonista de La gata sobre el tejado de zinc era el invitado de honor. Llegó para representar la película El Buscavidas. El canal donde Pinky trabajaba la envió a cubrir el evento. “Yo estaba más rayada que un plumero y Canal 9 tenía una inversión muy grande en mí, estaban desesperados. El gerente venía a mi casa a darme de comer en la boca. El canal me mandó a Mar del Plata para que me distrajera”, le contó Pinky a Mariana Fabbiani, más de cinco décadas después.

Viajó con Nicú, una amiga, pero apenas llegaron les informaron que el “microlin” -el cable que se necesitaba para transmitir- no funcionaba. Sin desarmar la valija, Pinky decidió volver a Buenos Aires, pero la amiga la convenció para quedarse. Es que la posibilidad de estar junto a grandes figuras, ver buenas películas y asistir a eventos, tentarían a cualquier, pero no a Pinky, que lo único que deseaba era estar en su casa, sola y tranquila.

Ese mediodía se realizaba un almuerzo en el Golf Club, y Micú le propuso un trato: “Vamos, y después nos volvemos”. Pinky accedió. Al llegar intentó pasar desapercibida. Aunque parezca insólito a veces los famosos necesitan dejar de serlo al menos por un momento. Se escurrió al fondo del salón, alguien de la organización la descubrió y comenzó a llamarla a los gritos para que se sentara en la cabecera de la gran mesa. Se ubicó donde le pedían y comenzó a charlar con su amiga. Y de pronto el silencio. Micú dejó de hablar, se calló, no parpadeó, no se movió. Se quedó muda como si hubiera visto algo sobrenatural. Y vaya si lo vio: era el mismísimo Paul Newman que pedía sentarse junto a ellas. Imagine el lector ese momento. Y si le cuesta imaginarlo, mire por un momento estas imágenes y pregúntese qué hubiera hecho usted en caso de que este señor le pregunta si puede sentarse a su lado…

La mayor estrella de Hollywood se ubicó junto a la gran estrella argentina. Charlaron como dos desconocidos que se conocen. Hablaron de cine, de política, de la vida. En un gesto más de humildad que de vanidad, Pinky pidió la ayuda de un traductor; ella dominaba el inglés pero no quería dejar su acento al descubierto. Siguieron la charla en la terraza, les sacaron unas fotos. Salieron a caminar, Newman le pidió que asistiera a una exhibición que daría a la noche, Pinky le dijo que no, que se volvía a Buenos Aires. Pero su amiga le pateó el tobillo y le ordenó al oído: “Aceptá, no seas maleducada”. Pinky aceptó. No sabía que su sí sería la entrada a 15 días que no solo jamás olvidaría; además, le salvarían la vida.

A partir de ese instante Newman fue a todos los eventos acompañado por la periodista. Esa misma noche, Pinky comprendió por qué el actor la había elegido: él le contó que cuando aparecía con ella, todos abrían paso y, fundamentalmente, nadie se le arrojaba encima. Es que bellos, exitosos y famosos, juntos, más que pasión, despertaban reverencia. Como reyes medievales. O esos seres talentosos que a su paso nos despiertan la contemplación más que la admiración.

Newman, como las verdaderas estrellas, era amable en el trato con todos, simpático, y si bien le gustaba el trato con la gente, no le gustaba que lo atosigaran. Pinky resultaba una guardaespaldas genial.

La prensa pronto habló de romance. “Era un ser delicioso. Si hubo o no amor, no lo voy a contar porque él significó mucho en mi vida. Fue como mi ángel salvador”, diría Pinky en una nota autobiográfica de 2008. Ese ángel salvador apareció la última noche que pasaron juntos. El Festival había terminado y el actor esperaba por su vuelo a Nueva York. A modo de despedida, con un grupo de amigos decidieron ir a una disco. Fue en la oscuridad de la noche que el hombre con ojos de cielo descubrió el gran secreto de la mujer que lo cautivaba.