La historia de Bernard Nathanson, el médico de los 75.000 abortos que se hizo líder pro vida

Después de pasar de destacado abortista a líder pro vida, Bernard Nathanson se dedicó a crear conciencia para detener la eliminación de los más desvalidos de la especie

 

Al saludar a Bernard Nathanson, uno tenía la sensación de estrechar, al mismo tiempo, la mano del doctor Jekyll y de mister Hyde. El bien y el mal bajo una misma identidad. Lo conocí junto a otros periodistas en una disertación improvisada que dio a comienzos de los años ochenta en el Bellevue Hospital Center, de Nueva York, cuando ya había avanzado, y mucho, en un asombroso giro copernicano pocas veces visto en la historia de la medicina contemporánea.

La especialidad de Nathanson era la ginecología y, como admitió en la charla, llegó a practicar más de 75.000 abortos en diferentes clínicas, domicilios particulares y centros hospitalarios de los Estados Unidos. En 1968, había fundado, además, la mayor organización creada para rechazar las leyes que prohíben o limitan la práctica del aborto y para hacer lobby en los medios y en la opinión pública. El momento de su conversión, para llamarlo de algún modo, ocurrió, según él, cuando las nuevas tecnologías de ultrasonido y de filmación permitieron documentar, paso a paso y en detalle, lo que describió como «el asesinato del feto mientras lucha por su vida, de niños no nacidos que son seres humanos y que tienen tanto derecho como un adulto a la protección legal desde su concepción».

Dos de sus documentales sobre las distintas técnicas abortivas, El eclipse de la razón El grito silencioso, de gran impacto en su momento en la sociedad norteamericana, sobre todo en el ámbito de la medicina y en el de la educación en todos sus niveles, ayudaron a delinear su nuevo perfil como figura pública. Uno de los testimonios devastadores que incluyó en sus películas es el de un bebe que trata de evitar en el útero ser alcanzado por los instrumentos del médico abortista. Nathanson era, obviamente, el activista pro vida menos pensado, pero ese fue uno de los motivos por los que llenaba auditorios en cada una de las presentaciones. Para reafirmar su nueva fe y conmover la conciencia de sus compatriotas, se entrevistó con cientos de senadores, diputados, gobernadores, ex presidentes y cuanto líder de opinión encontró a su paso.

Su estrategia argumental fue, desde entonces, la del arrepentido que llega a la verdad mediante la confesión de lo que ha hecho. «He abortado a los hijos no nacidos de amigos, colegas y familiares, he abortado a mi propio hijo -explicó ante un comité del Senado-, y les digo que interrumpir la gestación sólo puede verse como la eliminación de un miembro de nuestra especie. Si ustedes lo entienden de otra manera, serán sólo un producto más de la ideología política.»

Nathanson se convirtió al catolicismo en 1996 y recibió, en una ceremonia que tuvo gran cobertura mediática, la confirmación de manos del cardenal John O’Connor, en la cripta de la catedral de San Patricio, en Nueva York. Fue una ceremonia de un profundo simbolismo en medio de los homenajes que recibió antes de morir, hace un año.

Ocuparse de Nathanson y del cambio radical que asumió en defensa de los más desvalidos de la especie es poner la lupa en un fenómeno incipiente, de alcance global, aunque imperceptible aun para la opinión pública. Los dos países más poblados del mundo, China y la India, son los que más están avanzando en la imperfecta y polémica estrategia de salvar vidas alentando el sistema de adopción de los recién nacidos. A simple vista, parece una gota de agua en el océano. Pero la pregunta correcta, en todo caso, es cuánto vale una vida en un país como China, en donde sólo en 2012 fueron abandonados 570.000 recién nacidos. Shijiazhuang, distante doscientos kilómetros de Pekín, fue la primera de las veinte ciudades en instalar la baby box en las calles, una suerte de incubadora que mantiene al bebe a una temperatura de 32,5 grados. Cada una de ellas está equipada con un botón que activa una alarma que suena diez minutos después para asegurar que la entrega sea anónima. Hay un dato en esta iniciativa que nos obliga a repensar la evolución de la especie: las baby boxes no son otra cosa que la réplica mejorada de las cajas que cumplían la misma función en la Europa del medioevo.

En la India, donde una soltera embarazada es mayoritariamente considerada todavía una ofensa para la familia, el Ministerio de la Mujer sigue instalando cunas en las calles de las grandes ciudades como tabla de salvación. Es la desesperada alternativa para los hijos no deseados y el aborto. Según recientes datos de Unicef, dos millones de niñas mueren por año en la India debido al maltrato, el abandono y el crimen. La lista de países que han recurrido a sus propias versiones de las baby boxesincluye a Polonia, Alemania, Austria, Hungría, Paquistán, Malasia, Japón y la República Checa. En el caso de los países europeos, se tomó la decisión de que en cada incubadora, junto con las mantas, haya una carta con información por si la madre o la familia se arrepienten.

Confesiones de un ex abortista es, quizás, el texto más comentado que dejó Nathanson como parte de su legado. En la introducción se retrata a sí mismo como el doctor Jekyll que fue, el hombre que al frente de una sólida organización contribuyó a falsear encuestas, a desacreditar a los grupos religiosos y a manipular a la opinión pública con mensajes efectistas que apuntaban a la emoción, no a la razón. «Una táctica fundamental que conocí en esa época -escribió- fue jugar la carta del anticatolicismo. Calificar sus ideas sociales de retrógradas y atribuirle a su jerarquía el papel del gran malvado entre los opositores al aborto permisivo.»

Otra de las tácticas consistía en denigrar o ignorar cualquier evidencia científica de que la vida comienza con la concepción. «Un típico argumento pro aborto -afirma- es alegar la imposibilidad de definir cuándo comienza el principio de la vida, un modo de insinuar que se trata de un problema teológico o filosófico, no científico.»

La objeción más dura del documento, sin embargo, tiene que ver con la ética médica. ¿Qué sentido tiene que un ginecólogo, que sabe que la vida comienza en la concepción, arriesgue su prestigio y rompa su juramento haciendo un aborto? La respuesta de Nathanson es contundente: dinero. Explica que, en los Estados Unidos, «la industria del aborto» (son sus palabras) mueve cientos de millones de dólares al año y la mayor parte va a los bolsillos de quienes lo practican.

Después de pasar de destacado abortista a abogado pro vida, logró encontrar las palabras adecuadas para explicar por qué había habitado en los extremos. Las tomo prestadas de la Madre Teresa de Calcuta, al presentar sus reflexiones. «La amenaza más grande que sufre la paz hoy en día es el aborto, porque el aborto es hacer la guerra al niño, al inocente que muere a manos de su propia madre. Si aceptamos que una madre pueda matar a su propio hijo, cómo podremos decirles a otros que no se maten.»

Al igual que los filósofos, Nathanson creía que una pregunta bien formulada puede ser más efectiva que una respuesta, sobre todo cuando se habla a grandes audiencias. Por eso evitó señalar con el dedo o establecer categorías de responsabilidades en una cuestión tan compleja, delicada y controversial como el aborto. Es el comportamiento de las sociedades del tercer milenio lo que pretende indagar, la extendida tolerancia hacia una práctica que «con egoísmo brutal impulsa el retroceso de la especie privando de sus derechos a quien no puede defenderse».

Su experiencia en el tema, que no es breve, le enseñó que la mujer embarazada también puede convertirse en víctima. Ocurre en circunstancias siempre angustiantes, casi nunca elegidas, cuando no considera o rechaza las opciones que le impedirán enfrentarse a la más trágica de las alternativas, ser juez y madre, elegir entre ella o su hijo no nacido

 

Fuente La Nación- Por: Héctor D’Amico

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