El rugbier elegante que carneaba ovejas

Enrique Horacio Ronconi, soldado conscripto del Ejército

Hasta hace poco tiempo Juana pensó que su hijo Enrique aún podría volver. Que quizás un día sonaría el timbre y sería él. Que quizás llegaría acompañado por su mujer (¿tal vez una isleña?) y sus hijos. Pero el año pasado, la identificación del cuerpo de Enrique desbarató esas esperanzas fraguadas a lo largo de 35 años y alimentadas por desinformaciones y mitos fantásticos: como el que afirmaba que durante la guerra algunos soldados argentinos desaparecidos habían sido secuestrados por un barco inglés.

La nueva certeza le provocó a Juana sensaciones encontradas: «Se acabó la ilusión; pero ahora ya sé dónde está Enrique».

Cuando Ronconi fue convocado para viajar a las islas, su madre se atrevió a deslizarle que quizás podría eludir el compromiso: «¡Ni loco: sería un desertor!», respondió su hijo. Y partió a las Malvinas.

La vida en las islas enseguida se volvió hostil y los alimentos pronto escasearon. Pero Ronconi había llegado a Monte Longdon con algo de plata, y aunque estaba prohibido, cada tanto se dirigía a un supermercado local a comprar provisiones, que después compartía con sus compañeros. Juntos tomaban mate en una lata de Coca Cola usando una pajita como bombilla, mientras se distraían leyendo las divertidas cartas que le mandaba Juana, que ahora tiene 81 años. «Le escribía cosas graciosas, pavadas, para que se riera», recordó ella.

Cuando Ronconi agotó su capital, aguzó la astucia. Durante unas vacaciones que había pasado en un campo en Santa Cruz había aprendido de los peones a carnear ovejas. Entonces jamás se imaginó que esa habilidad tan improbable en un rugbier del Old Georgian Club de Quilmes un día le sería indispensable. Ya en las islas, Ronconi se aventuraba en furtivas salidas nocturnas para agarrar alguna oveja inglesa. En nada, sin embargo, se parecía este alimento al sabroso cordero patagónico de sus vacaciones santacruceñas: «Lo comían casi crudo -contó su madre-; apenas podían entibiarlo un poco sentados todos juntos en torno a un fueguito», y destacó que esta cualidad de Enrique para integrar a las personas fue un rasgo distintivo de su temperamento desde chico. «Enrique tenía un carácter fuerte, de líder, y había logrado fusionar a su barra de amigos con la de su hermano, Gustavo -recordó Juana-. Y en casa hacían grandes reuniones, con pizza y cerveza». Pero cuando faltó «Quiquino», como lo llamaban a Enrique, la barra se desintegró.

Además de adaptarse a la falta de víveres, Ronconi también debió modificar otros hábitos. Las deplorables condiciones de aseo e higiene en las islas contrastaban con su pasión por la limpieza y la pulcritud: «En casa se bañaba tres veces por día -recordó Juana-. Era muy elegante y estaba siempre impecable.».

Los relatos con las contingencias de Enrique en las islas le llegaban a Juana en las cartas que le mandaba su hijo, y que ella conserva como un tesoro en su mesa de luz. Aunque nunca las relee: «No las puedo tocar, me hacen mal». La última carta que le llegó fue fechada el día anterior a que se librara la Batalla de Monte Longdon, donde cayó Ronconi.

A pesar de que Enrique dejó su hogar hace más de 35 años, su presencia en la casa jamás languideció: «Hablamos de él como si estuviera: es una forma de tenerlo», se consoló su madre. Pero sabe que de las puertas de su hogar para afuera ocurrió todo lo contrario: «La sociedad argentina se olvidó de los chicos de Malvinas», dijo con amargura.

 

Fuente La Nación

Etiquetas: