image  por Fabrizio Manrrique.

Frente al clamor de las marchas y contramarchas, Dilma Rousseff está a un paso de convertirse en la segunda presidente brasileña que atraviesa el proceso de Impeachment o juicio político: el ex presidente Fernando Collor de Melo se vió implicado en un proceso similar en 1992, siendo el primero tanto en Brasil como en América Latina.

Estos hechos que se asoman y para los cuales los días venideros serán cruciales, nos delatan la complejidad del sistema presidencial y sus particularidades en esta región del planeta. El gran debate iniciado por Juan Linz en los ochenta que proponía comparar las ventajas y desventajas de los sistemas presidenciales frente a los parlamentarios (los dos grandes modelos de sistemas de gobierno en el mundo) parece abrirse nuevamente de cara a los sucesos que están aconteciendo.

Si el presidencialismo propone una legitimidad democrática dual, puesto que el pueblo elige tanto al poder ejecutivo como al legislativo, la característica fundamental del sistema es la no intervención entre los poderes de sus respectivos mandatos fijos. De romperse sus campos gravitacionales, se corre el riesgo de incursionar en el quiebre del régimen democrático. Ésta tensión parece subsanarse, frente a las crisis políticas, de dos formas: una es llegar a un acuerdo entre el ejecutivo, legislativo, sectores sociales/sindicales, sector empresario y medios de comunicación para neutralizar el conflicto y llegar al final del mandato. La otra forma, que se evidencia ya como un rasgo común de los presidencialismos latinoamericanos, es el juicio político.

A partir de los años 90’, pareciera ser que ante las crisis políticas la intervención militar ha dejado de ser una modalidad recurrente para dar paso  a un papel de control de las acciones de gobierno a los medios masivos de comunicación y a los ciudadanos particulares que derivan en  impeachment gracias a la interconexión que genera  la extensión de las tecnologías de información. El juicio político se ha transformado en  una válvula de seguridad institucional que logra, sin producir una crisis del sistema de gobierno democrático y del régimen presidencial, generar una nueva estructura de gobierno. Los casos que encarnan esta situación son: Collor de Melo en Brasil (1992), Carlos Andrés Pérez, Venezuela (1993), Ernesto Samper, Colombia (1996), Bucaram Ortíz, Ecuador (1997), Cubas Grau, Paraguay (que renunció antes de que el juicio prosperase, 1999) Fernando Lugo, Paraguay (2012).  Este proceso parecía ser meramente una excepción en algún momento histórico; de hecho podía observarse que la caída del gobierno de Collor de Melo encontraba su raíz (según algunos analistas) en la propia figura del ex presidente como un “out-sider” político, un político sin estructura, que logró llegar al poder sorteando la dinámica de los partidos políticos y encarnando otro patrón común al sistema latinoamericano, que es el liderazgo personalista.

Está muy claro que Dilma no es Collor, puesto que ella contaba con una estructura política territorialmente extensa, pero que muchas veces, como suele suceder en los frentes de gobierno, el multipartidismo subyacente puede actuar como un arma de doble filo: en su faceta de frente electoral cuando las cosas marchan bien, y en su faceta de sistema de partidos atomizado que conlleva a la disolución del poder, cuando los gobiernos manchan sus manos en hechos repudiables por la opinión pública.