El 16 de junio de 1955, aviones de la Marina bombardeaban el corazón de Buenos Aires en un intento de asesinar al presidente Juan Domingo Perón y derrocar su gobierno. Ese día quedó grabado como uno de los episodios más violentos del siglo XX en Argentina: más de 350 personas murieron y alrededor de 800 resultaron heridas.
La ofensiva fue organizada por una alianza compuesta por sectores de las Fuerzas Armadas, partidos conservadores, la Unión Cívica Radical, la jerarquía eclesiástica, sectores del empresariado y medios de comunicación. El objetivo no era solamente eliminar a Perón, sino desarticular al movimiento popular que lo sostenía y revertir sus conquistas sociales.
El golpe estaba planeado con precisión quirúrgica. El ataque debía comenzar a las 10 de la mañana y durar apenas unos minutos. Según testimonios posteriores, entre ellos el del civil golpista Florencio Arnaudo, tras la destrucción de la Casa Rosada, civiles y militares debían irrumpir en el lugar para rematar a Perón. Sin embargo, una denuncia anónima realizada por la empleada del teniente Carlos Massera frustró el efecto sorpresa.
A pesar de las advertencias, el ataque se llevó a cabo. Los aviones sobrevolaron la ciudad a baja altura debido a la nubosidad, lo que provocó que muchas bombas no alcanzaran sus objetivos y cayeran sobre zonas densamente pobladas como Paseo Colón. Una de las explosiones impactó un trolebús lleno de pasajeros, causando una matanza.
Los pilotos leales, como Ernesto Adradas, intentaron repeler a los atacantes. Adradas logró derribar un avión golpista, pero meses más tarde pagó su lealtad cuando los militares lograron tomar el poder. Mientras tanto, la CGT convocó a miles de obreros a defender al gobierno, sin saber que serían blanco de un nuevo ataque aéreo aún más mortífero.
El saldo final fue devastador. La magnitud del ataque, sumado al ensañamiento con la población civil, muestra que se trató de algo más que un golpe militar: fue un acto de terrorismo de Estado. Sin embargo, sus responsables nunca fueron juzgados. Muchos, como Zavala Ortiz, regresaron al país tras el derrocamiento de Perón y ocuparon cargos públicos.
La narrativa dominante de la época priorizó los daños a iglesias y edificios por sobre las víctimas. Historiadores influyentes reprodujeron esta visión sesgada, hablando de «muchedumbres desbordadas» e ignorando el bombardeo que masacró a cientos de inocentes.
La Masacre de Plaza de Mayo no solo quedó impune, sino que fue, en muchos casos, deliberadamente borrada de la memoria colectiva. Setenta años después, sigue siendo fundamental rescatar esta historia y honrar a sus víctimas. En tiempos donde resurgen discursos de intolerancia política, el recuerdo de ese día oscuro cobra una relevancia renovada.