Por Luis Gotte

La trinchera bonaerense

 

La historia argentina está marcada por giros profundos, rupturas de época y disputas por el alma misma del país. Uno de esos momentos fundacionales es, sin duda, la Revolución del 4 de junio de 1943. Más que un simple golpe de Estado, fue el punto de inflexión que cerró una larga etapa iniciada en 1861 con la batalla de Pavón, cuando Bartolomé Mitre asume el control político nacional e impone un modelo atlantista, centralista, anti-federal y extranjerizante que persistirá por más de ochenta años.

 

Este régimen mitrista tuvo su base de sustentación en la alianza entre el porteñaje y los intereses británicos, en desmedro del interior profundo y la tradición hispanoamericana que había intentado sostener el federalismo artiguista primero, y el rosismo después. Desde Pavón en adelante, se impuso una arquitectura política y económica basada en el libre comercio, la concentración portuaria, el desmantelamiento de todo proyecto industrial y el sometimiento a la hegemonía anglosajona. Como expresaba con lucidez Carlos Pellegrini en 1875: «El libre cambio mata a la industria naciente… nosotros somos y seremos por mucho tiempo la granja de las grandes naciones manufactureras, si no ponemos remedio al mal».

Durante más de siete décadas, la Argentina fue gobernada por oligarquías aliadas al capital extranjero, despreocupadas por desarrollar un proyecto nacional con justicia social e integración territorial. El golpe de 1930 encabezado por el Gral. Uriburu, apoyado por la embajada norteamericana y la Sociedad Rural, marcó la consolidación de esta dependencia, con hechos tan elocuentes como la intervención de YPF y el encarcelamiento del Gral. Mosconi, acusado de comunista por su defensa de la soberanía energética.

El Pacto Roca-Runciman de 1933 bajo el gobierno de Agustín P. Justo, con el aval del empresariado y los poderes financieros británicos, profundizó aún más esta condición semicolonial. Como denunció con valentía Lisandro de la Torre: “la Argentina es sometida a condiciones indignas incluso para un dominio del imperio británico”. El escándalo que culminó con el asesinato del senador Enzo Bordabehere en 1935 fue el símbolo trágico de esta entrega.

La década del 30, conocida como la «década infame», fue también la antesala del cambio. Como sostiene el historiador revisionista Miguel Ángel Scenna, la Revolución de 1943 no fue un hecho aislado sino la contratapa histórica del golpe de 1930. Ernesto Palacio y Ramón Doll advertían ya en 1939 la urgencia de romper con la dependencia, denunciando el carácter imperialista del capitalismo británico y la miseria estructural de vastas regiones del país.

El ascenso de Roberto Ortiz en 1938, con un discurso que reconocía crudamente la pobreza estructural de muchas provincias, abría una esperanza de regeneración democrática. Sin embargo, su muerte en 1942 y la continuidad del régimen con Ramón Castillo terminaron de sellar el agotamiento del viejo orden. Ni siquiera el Plan Pinedo, que planteaba medidas proteccionistas e industrialistas inspiradas, de alguna manera, en el modelo del New Deal, logró modificar el rumbo. La alianza entre las oligarquías internas y los intereses británicos volvió a cerrarle el paso.

Es en este contexto que se produce la Revolución del 4 de junio de 1943. Lejos de ser un simple movimiento militar, fue la expresión de una voluntad de ruptura con el viejo orden atlantista. Fue el parto de una nueva Argentina, con vocación hispanoamericana, federal, socialmente justa e industrial. Fue el umbral de la aparición del Justicialismo, como síntesis y superación de las contradicciones del país semicolonial.

Por eso sostenemos que la Revolución del ’43 no clausura sólo la década infame, sino que cierra una etapa completa del país, la etapa mitrista inaugurada en Pavón. Con ella culmina un modelo agroexportador, portuario y extranjerizante, y se abre una nueva era de nacionalismo popular, organización comunitaria y protagonismo de las mayorías.

Sin embargo, la historia no es lineal ni definitiva. A partir de 1983, con el retorno de la democracia formal, asistimos al resurgimiento de la lógica atlantista en su segunda versión, como denunció en su momento FORJA, el segundo «estatuto del coloniaje». La subordinación a los intereses financieros globales, la desindustrialización y el endeudamiento externo volvieron a marcar el rumbo.

La Revolución del 4 de junio sigue siendo, en este sentido, una clave de lectura del pasado, pero también una brújula para pensar un futuro con soberanía política, independencia económica y justicia social. Porque al decir del Gral. Juan D. Perón, “la historia la escriben los pueblos con su esfuerzo y su sacrificio. No hay destino sin memoria, ni futuro sin raíces.”