El Dr. Miguel Saredi, nos hizo llegar una emocionante e interesante historia, para conmemorar el Día De La Bandera Nacional Argentina.

Saredi quiso conmemorar este día y expresó: «Nada mejor, que recordar la conmovedora historia del Sargento Villegas de González Catán y del Soldado Tries».

«Se mezclan sensaciones, recuerdos, El Regimiento 3 de La Tablada (donde hice el servicio militar), Nuestros héroes de La Matanza, Nuestras Malvinas, Nuestra Bandera», enfatizó  Saredi.

Malvinas: Rescatando al Sargento Villegas

Una historia que conmueve y simboliza la unión, el compañerismo y la lealtad, de una misma Bandera.

 Villegas y Tríes en un cenotafio de Pilar, que es una réplica del cementerio de Malvinas

Tríes había cumplido el servicio militar obligatorio en la compañía del Regimiento de Infantería Mecanizado 3 de la Tablada: antiguamente sus oficiales y suboficiales llevaban una pechera amarilla, es por eso que algunos todavía lo llamaban con orgullo “El 3 de Oro”. Y cuando Tríes ya estaba trabajando afuera y estudiando ingeniería, había recibido el 8 de abril de 1982 en su casa de Villa Ballester, un aviso de reincorporación.

Un negrazo valiente, que vivía en González Catán y que había instruido a Tríes lo quería a su lado en la guerra: el sargento Manuel Villegas, conocido por su extrema dureza y a la vez por su extraña sensibilidad de hombre.

Sesenta días después, Tríes ya no era un simple conscripto intentando disuadir a un soldado de que no se volara la tapa de los sesos. Era un guerrero de Villegas con la responsabilidad de que no se perdiera ni un hombre ni una bala.

Villegas, caratulado, como un hombre con más corazón que odio, su debilidad era otro soldado débil a quien todos llamaban Lupin, un huérfano total apellidado Serrezuela, que desde los siete años, había vivido en el campo sin familia y sin destino, y a quien nadie jamás le había enviado una carta. 

Villegas, ordenó a un conscripto del grupo que le pidiera a su novia un favor: debía buscar a una amiga para que ésta escribiera de su puño letra una misiva dirigida a Lupin.  Un día, el encargado del correo voceó por primera vez su apellido: ¡Serrezuela! Y entonces Villegas vio que Lupin ni siquiera se mosqueaba. Como si no lo hubiera oído. ¡Serrezuela!, repitieron varias veces. Y nada. Lupin miraba distraídamente el horizonte. Villegas lo enfrentó: Che, boludo, ¿usted no es Serrezuela?

– Sí, pero yo no recibo cartas- , mi sargento. Debe ser un Serrezuela de otra compañía. Villegas tomó el sobre y se lo entregó. Lupin, se transformó como si hubiera descubierto un tesoro. Abrió lenta y cuidadosamente el sobre, leyó esas pocas líneas dirigidas a él y a nadie más, y después arrugó la carta contra el pecho y caminó mirando al cielo: Gracias, Dios mío, gracias, gracias.  Eso no impidió que el sargento lo castigara a Lupin con dureza, por maltratar a su fusil, un pecado mortal en tiempos de batalla.

A las dos de la madrugada del 14 de junio, el regimiento recibió la orden de cargar armamento y municiones y avanzar. Se combatía en todas partes. Villegas y sus hombres se metieron en el agua y cruzaron dificultosamente con los fusiles en alto. Llegaron con frío y sin fuerzas a la otra orilla, pero escucharon la orden: ¡A lo gaucho, carrera, march! ¡Viva la Patria, carajo! Y se pusieron de pie y empezaron a escalar el monte lleno de rocas. 

Villegas, fuè herido. Se tomó la panza y vio que le salía sangre a borbotones y que comenzaba a arderle como si le hubieran arrojado encima dos paladas de brasas de carbón. Tiren —les gritó a sus soldados—. Tiren, que están escondidos detrás de esas rocas.

Tríes no podía disparar sin correr el riesgo de balear a su propio sargento. Apártese, que le voy a pegar, le gritó entre las piedras. Tire igual, que yo ya estoy listo. Villegas, al ver que no le hacían caso, se estiró para agarrar el fusil y entonces el francotirador le atravesó una mano de otro balazo.

Tríes le dijo a Serrezuela: Vamos a buscarlo. El sargento se empezó a sacar el correaje y le gritó: Tríes, quedate porque te va a matar. Tríes y Serrezuela se miraron en la oscuridad. Luego se incorporaron, arrojaron ostensiblemente los fusiles al suelo y levantaron las manos. Subieron en esa posición audaz quince metros hasta su jefe, lo tomaron de los brazos y lo bajaron hasta el lugar donde se habían parapetado. 

Villegas, pedía desesperadamente agua. Tríes le dio una botellita de whisky y le llenó la boca con trozos de nieve. Había que retroceder ya mismo. Tríes —lo llamó Villegas—. No creas que me pongo en héroe, pero quiero que le avises a mi familia que me quedo acá. Contales de la forma que les duela lo menos posible, ¿sabés? A mi mujer decile que lamento no haberme casado con ella y a mi nena de tres años decile que, decile. En ese momento se fue en llanto. Pero se contuvo. Lo agarró a Tríes de la solapa y le dijo, en un hilo de voz: Meteme un tiro. Meteme un tiro, no me dejés sufriendo.

El soldado parpadeaba, anonadado por la orden. De pronto se rehízo y le dijo: De ninguna manera, usted me debe un asado. Y entonces Lupin y Tríes agarraron al sargento, que pegaba alaridos de bronca y se resistía, le hicieron sillita de oro y lo pasaron por un pequeño puente sin que ningún inglés les disparara, mientras el combate seguía.

Llegaron con el último aliento a un hospital lleno de amputados y heridos, y le entregaron el cuerpo maltrecho de Villegas a los cirujanos. El sargento escuchó a uno de ellos que decía: Le queda poco. Villegas alcanzó a decirles que no lo amputaran, que lo durmieran para siempre. Al despertarse, varias horas después, vio a varios ingleses con fusiles en la mano. No entiendo nada, susurró. Un enfermero le respondió: No te preocupes, ya se arregló todo. Villegas seguía sin comprender. Nos rendimos, macho —le aclararon—. Nos rendimosY Villegas, se echó a llorar.

Desde ese cruce, se hicieron íntimos amigos. Asistieron juntos a escuelas a dar charlas, ayudaron a los veteranos más desvalidos, presentaron a sus familias, y comieron muchos asados.Hay un afecto especial entre ellos. Esa clase de sentimiento entre hermanos que florece solamente en la trinchera y en la solidaridad del dolor.

Un día, sin embargo, Villegas le dijo a Tríes que tenía una asignatura pendiente: encontrar a Serrezuela y explicarle por qué lo había castigado tan duramente en aquellas vísperas. Sentía que le debía esa explicación, además de deberle la vida. Lo rastrearon a Lupin .Tenemos a un Serrezuela en Olivos —les dijo un veterano—.Pero apúrense porque tiene cáncer de pulmón y se está muriendo.

Lupin, hacía quince días que no se levantaba de la cama ni se afeitaba. Tríes le avisó a su esposa que él y Villegas lo visitarían esa tarde. Al verse, les caían las lágrimas a los tres. Lupin lo llamaba “mi sargento”, a pesar de que Villegas ya no tenía cargos ni ganas de tenerlos. Usted va a ser siempre mi sargento —le dijo aquel huérfano congénito—. Usted ha sido mi papá. Villegas, tragó saliva y le respondió: Yo vengo a pedirte disculpas, Lupin, y a explicarte por qué te castigué aquella vez. No hacía ninguna falta, pero se quedaron hablando horas y horas de aquellos tiempos en los que fueron gloriosamente vencidos.

El viernes de la semana siguiente repitieron la visita, pero esa vez Lupin no pudo levantarse de la cama. Esta noche me voy, les dijo, y lo mandaron afectuosamente a la mierda. Al día siguiente, cuando Villegas cruzaba un peaje, sonó su celular. Era la mujer de Serrezuela: su esposo acababa de morir. Dio la vuelta, llamó a Tríes y llegaron cuando el cadáver todavía estaba tibio. En el velorio, los veteranos de la zona pedían hablar con Villegas y abrazarlo como si fuera el sargento Cabral. Lupin, les había hablado durante veinte años de aquel héroe personal que los había guiado durante sesenta días de sangre y fuego. 

En noviembre, la esposa de Villegas lo llamó a Tríes para decirle que el viejo sargento había sufrido un golpe de presión y que no podía hablar bien. El viejo soldado sacó el auto y condujo a gran velocidad por el conurbano hasta encontrar a Villegas. Lo subió de apuro y apretó el acelerador por la autopista en busca del Hospital Militar. Otra vez, llevándote a un hospital, sargento —le dijo Tríes—. La puta madre, ya me estoy cansando de andar salvándote la vida. Comenzaron a reírse.

Todavía se están riendo.

Fuente: Extraída (y modificada), del diario La Naciòn.

Autor: Jorge Fernández Diaz.