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“Romper el circuito que condena a nuestros chicos: del abandono al delito”

Por Miguel Saredi

En la Argentina de hoy, la inseguridad suele discutirse únicamente en términos de policías, cárceles o penas. Sin embargo, hay un aspecto mucho más profundo y doloroso que debemos enfrentar: el circuito que transforma a niños y adolescentes abandonados en las calles en futuros victimarios o víctimas del delito. Ese circuito asistencial y penal, que parece repetirse generación tras generación, convierte la exclusión en violencia, y a nuestros jóvenes en protagonistas trágicos de crímenes y muertes prematuras.

                            Miguel Saredi

Desde hace más de veinte años, cuando impulsamos en el Congreso la responsabilidad de los padres en los delitos de sus hijos menores, advertíamos que la seguridad no podía abordarse solo con represión. Señalábamos la importancia de la familia, de la contención social y del compromiso comunitario. Lo repetimos entonces y lo reafirmamos hoy: la seguridad no se resuelve únicamente con más policías o más penas, sino con responsabilidad compartida, educación y políticas sociales sólidas.

El circuito es claro. Primero, la etapa asistencial: niños pobres que, por falta de oportunidades y abandono, viven en la calle. Luego, el paso al circuito penal leve: pequeños hurtos, ser “de campana”, cometer raterías. Con el tiempo, esos adolescentes entran en conflicto más serio con la ley penal. Finalmente, desembocan en el circuito penal adulto, convirtiéndose en menores peligrosos para ellos mismos y para terceros. Y allí, la tragedia se consuma: esos chicos matan y mueren. Es la cara más cruel de un Estado y una sociedad que llegan tarde.

Romper este ciclo no es tarea sencilla, pero es urgente. Exige políticas públicas coherentes y sostenidas, que integren familia, educación, salud, justicia y trabajo. Exige también un cambio cultural: dejar de mirar para otro lado cuando vemos chicos durmiendo en las veredas, dejar de pensar que “no son problema nuestro” hasta que un hecho policial nos golpea en la cara.

La familia debe ser el primer ámbito de contención. No podemos resignarnos a que miles de chicos crezcan sin referentes adultos, sin guía ni protección. Por eso, cualquier estrategia seria debe fortalecer a las familias, brindar acompañamiento, apoyo económico y psicosocial, y exigir responsabilidades. El Estado debe estar allí, presente y firme, no solo para reprimir cuando ya es tarde.

En paralelo, necesitamos programas de prevención concretos. Centros de día que funcionen las 24 horas, con equipos de psicólogos, trabajadores sociales y educadores que contengan a los chicos en riesgo. Programas de reinserción escolar que eviten que la deserción abra la puerta al delito. Y sobre todo, alternativas laborales para los adolescentes que, si no encuentran un trabajo digno, terminan encontrando en la calle una salida violenta.

En el ámbito penal, la respuesta también debe cambiar. No podemos seguir respondiendo a los delitos juveniles únicamente con encierro. El encierro reproduce exclusión, genera más resentimiento y casi nunca brinda herramientas para una vida distinta. Necesitamos medidas restaurativas, tutorías, programas comunitarios que permitan que el joven repare el daño y, al mismo tiempo, reciba oportunidades reales para transformar su vida.

El costo de no hacerlo lo pagamos todos. Lo pagan las familias que pierden a sus hijos víctimas de la violencia. Lo pagan los vecinos que viven con miedo. Lo paga el propio Estado, que gasta más en cárceles y represión que en prevención. Y lo pagan, con su vida y su futuro, los propios chicos que caen en este circuito perverso.

La seguridad, entonces, no es solo un tema policial. Es un tema de justicia social, de equidad y de responsabilidad. Cada chico que logramos rescatar de la calle y reinsertar en la escuela o en un trabajo es una vida que salvamos, un delito que evitamos y un paso hacia una sociedad más justa. Cada chico que dejamos a la deriva es una tragedia en potencia.

Por eso insisto: tenemos que romper el circuito asistencial y penal que condena a nuestros jóvenes. No es cuestión de ideología, sino de humanidad. No se trata de ver quién tiene más mano dura, sino de quién se anima a tender la mano antes de que sea demasiado tarde.

La política no puede seguir postergando este debate. La sociedad no puede seguir naturalizando el abandono. Si queremos vivir en un país más seguro y más justo, debemos empezar por cuidar a nuestros chicos. Allí está la verdadera batalla contra la inseguridad. Y esa batalla, o la damos todos juntos, o la perderemos una y otra vez.

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