Por Eugenia Torres
En el centro del living de mi casa tengo un aparador enorme sobre el cual habitan adornos varios. En medio de alebrijes, peces de colores, cerámicos y demases, se erige un busto pequeño de Perón y Eva. Es la herencia que me dejó Marga, la señora que trabajó en mi casa durante mi infancia y adolescencia. Alguna vez hablé de ella. Desde mi mirada de niña, su trabajo consistía en hacerme feliz. Supe recién a los diez años que no éramos parientes y que venía a casa por un sueldo. Ella se encargó de que supiera que además venía por amor. Y siempre le agradezco ese gesto porque yo la amaba con locura. No podía concebir su ausencia. Aún no puedo. La extraño cada día.
Antes de morir, me dijo que me dejaba esta piedra preciosa, porque finalmente yo había entendido desde el corazón al peronismo y estaba segura de que se la iba a cuidar.
Ella sabía que yo no era peronista y sin embargo confió en mí para proteger su tesoro. Marga no quería convertirme al peronismo porque para serlo no alcanza con saberse la marchita. Para ella, en su inmensa sabiduría popular, bastaba con comprender la infamia de los gorilas y los boludos que los secundan.
Así llegó a mis manos una tarde de invierno, esta estatuilla que ella había escondido de las fauces de los fusiladores, junto con un par de diarios y un libro de Eva. Los había protegido en celofán y cartón corrugado, al fondo de un baúl durante los dieciocho años de proscripción criminal, esperando el momento de sacarlos otra vez a relucir con el orgullo peronista que la caracterizaba.
Para mí, recibir ese tesoro, fue de las cosas más sublimes que me han sucedido. Que me entregue esa forma de amor en mis manos, que confíe en mí para cuidarla, fue una clara demostración de lo mucho que nos habíamos amado y lo profundamente conectadas que estábamos.
Desde entonces, Evita y el Pocho coronan mi sala, en el punto exacto donde caen por mera física de la luz y la óptica, todas las miradas. Sonrientes y hermosos, bajo una estética de película de los cuarenta, el pelo engominado y la sonrisa amplia como la de Huguito.
Se nota que no lo hizo un escultor avezado. Se intuye la mano ingenua de alguien del pueblo con habilidades innatas y pasión por forjar su recuerdo. Los colores son de cinemascope y toda la pieza es un viaje en el tiempo.
Presiden los dos, sonrientes y plenos, el ambiente principal de mi casa, y quien entra, no puede evitar toparse con ellos.
Ayer vino un electricista.
– qué souvenir tan simpático – dijo de pronto con tono burlón mientras sacaba sus herramientas de un bolsito baqueteado
– No es un souvenir.
– Ah no? – continuó con más sorna
– No. Es un detector de gorilas y boludos.
Me miró con odio. Lo miré con desprecio.
– No sé si podré hacer este trabajo
– Pienso lo mismo. Lo acompaño – le dije señalando la salida
Guardó todo en el bolsito con fastidio y mientras salíamos por el largo pasillo que separa mi casa de la calle, murmuró entre dientes
– Qué mal que le hace a la gente el fanatismo
– Vio que era cierto? – le dije manteniendo el suspenso de manera tal de que esté ya afuera y yo detrás de la reja que me protegería de su violencia.
– Qué cosa? – preguntó irónico ya desde la calle
– Que era un detector. Mire que rápido le hizo saltar la ficha el souvenir! Diez minutos y ya mide 100% de boludez en sangre. Porque gorila de verdad UD no es. Los gorilas son gente de plata , importantes. Y para eso UD debería al menos renovar el bolsito. Gracias por venir. – le dije con los dedos en V y una sonrisa ancha mientras le cerraba la puerta de madera en la cara.
Cuando regresaba por el mismo pasillo, miré hacia el cielo. Estaba Marga. La vi y hasta pude escuchar su voz en un grito de dignidad que se hizo himno: «Viva Perón, carajo! » dijo clarito.»