El G20, o Grupo de los 20, se autodefine en su propia página web como «el principal foro internacional para la cooperación económica, financiera y política: aborda los grandes desafíos globales y busca generar políticas públicas que los resuelvan». Si esa definición se tomara a pie juntillas, nadie con dos dedos de frente podría dudar de la importancia que tiene la reunión de los líderes de los 19 países más importantes del mundo, más la Unión Europea, con el objetivo de planificar cómo mejorar la calidad de vida del mundo.
Hasta ahí, las promesas y los deseos. El ruido.
Sin embargo, si releemos la declaración conjunta emitida al finalizar la reunión de 2016, se hace muy cuesta arriba esperar resultados contundentes —las nueces— de las sesiones que se celebran desde el día de ayer en Buenos Aires.
Solamente un optimista a ultranza creería que hemos avanzado en los años pasados en la construcción de un «crecimiento incluyente», que se ha «bajado la intensidad de los discursos proteccionistas» y que se han «eliminado obstáculos al comercio internacional». Más bien, todo lo contrario.
En todo caso, se pueden reconocer avances en otros objetivos señalados, como aumentar la cooperación en la lucha contra la evasión impositiva de las grandes corporaciones internacionales. Y también elogiar visiones realistas como el párrafo en el que se señala: «Si no abordamos el problema de la desigualdad, se podría poner en peligro el sistema de gobernanza global en la forma en que lo conocemos actualmente».
Pero de lo sustancial, nada. Para estructurar la agenda de la versión que se inició el viernes en Buenos Aires no se han considerado cuestiones centrales, temas fundamentales para progresar hacia el desarrollo y el bienestar de las personas como lo son la lucha anticorrupción, el clima y sus efectos adversos, la educación, la igualdad de género, la infraestructura e inversión, y la adopción de tecnología y la digitalización de cara al futuro
En un mundo donde 3 de cada 10 personas, es decir, 2100 millones seres humanos, no tienen, según la Organización Mundial de la Salud, acceso al agua potable, y en el que, según cifras del Banco Mundial, mil millones de personas viven con menos de un dólar por día, sin acceso a la educación y en medio de las más increíbles penurias, los temas excluidos de la agenda bien pueden ser una predicción de cuáles van a ser los resultados.
Tampoco parece muy prometedora la falta de discusión de los temas relacionados con tecnología y digitalización si, como dice Yuval Harari: «La fusión de la infotecnología y la biotecnología puede hacer que muy pronto miles de millones de humanos queden fuera del mercado de trabajo y socavar tanto la libertad como la igualdad. Los algoritmos de macrodatos pueden crear dictaduras digitales en las que todo el poder esté concentrado en las manos de una élite minúscula al tiempo que la mayor parte de la gente padezca no ya explotación, sino algo muchísimo peor: irrelevancia».
Tampoco está considerado analizar el rol de la reaparición de liderazgos autoritarios y antidemocráticos en varias regiones del mundo. De hecho, algunos de esos líderes participarán de la reunión.
De modo que, más allá de las emocionadas sensiblerías del tipo «el mundo pone sus ojos en nosotros» —esperemos que durante el bochornoso espectáculo que se desarrolló en las calles porteñas el fin de semana pasado el mundo haya tenido puestos sus ojos en otro lado—, es bien poco lo que se puede esperar como resultado de este G20 porteño, más allá del consabido anecdotario sobre usos y costumbres de los poderosos que la tilinguería vernácula recogerá y atesorará como joyas de la herencia familiar.
En ese panorama, es muy difícil ser optimista. En todo caso, resta esperar que todo se desarrolle lo más pacíficamente posible y que no salgamos, los países menos poderosos, peor de lo que entramos.
Esperanzas modestas quizá, pero que tienen todo el vuelo que permite la realidad.
El autor fue Jefe de Gabinete de la Nación. Ex Ministro de Trabajo, Seguridad Social y Empleo y Secretario de Relaciones Internacionales de la Provincia de Buenos Aires.
Fuente Infobae. Por Alfredo Attanasoff