Los psicópatas sexuales suelen esconderse detrás de una sonrisa bondadosa.
Pueden parecer hombres honorables pero están al acecho de la oportunidad deseada. Son observadores y pacientes, fríos y calculadores. Jamás experimentan culpa o remordimiento. Cuando encuentran a su presa la saborean lentamente y con ensañamiento.
Todos los psicópatas perversos buscan acercarse a los niños y lo hacen de maneras diversas, pero siempre sigilosamente. Los adultos deben estar atentos a estos movimientos, con el propósito de reconocerlos rápidamente.
Esta es la historia carcelaria que todos los padres deben leer para prevenir una desgracia: que alguno de sus hijos caiga en manos de un psicópata degenerado disfrazado de hombre encantador. El Placer de Matarte proporciona los elementos necesarios para advertir su presencia.
Hasta hacía pocos días, Walter Altamirano había sido un hombre disciplinado en su trabajo, cariñoso con sus seres queridos, austero en sus gastos y gustos personales para poder dar confort a su esposa y a sus dos hijos. Había sido un buen padre de familia.
Nadie imaginaba los extraños pensamientos que gobernaban los laberintos de su mente. La morbosidad, el sadismo y el deseo incontenible de abuso sexual.
En sus 30 años de edad, Altamirano había luchado con ese demonio interno, ese pensamiento que lo arrastraba a la más desgraciada de las satisfacciones: el abuso de una niña. La oportunidad de presentó sin que Walter la buscara. Esa tarde una niña vecina de 4 añitos tocó llamó a la puerta de la casa de Altamirano para jugar con Nicolás, su hijo menor, también de la misma edad. El hombre estaba sólo en la casa, y sin embargo hizo ingresar a la niña.
El juez caratuló el hecho con el rótulo de “Abuso sexual con penetración carnal, seguido de muerte”.
De manera inmediata, el reo Altamirano fue alojado en la cárcel de Lisandro Olmos, en las afueras de la ciudad de La Plata.
La unidad carcelaria de Olmos, siempre se caracterizó por alojar a los presos más peligrosos, juntamente con la cárcel de Sierra Chica, son consideradas las más feroces del país.
Lisandro Olmos, por su aguda violencia es comparada con la cárcel de Tacumbú, ubicada en Asunción, muy probablemente la mas macabra de Sudamérica.
Ni bien ingresó a la cárcel, pero luego del examen médico de rigor, Altamirano fue objeto de una tremenda paliza por parte de los agentes penitenciarios. Perdió piezas dentales, sufrió la fisura de dos costillas, y se despidió para siempre de la visión del ojo izquierdo. Sin perjuicio de ello, nada hacía imaginar al nuevo preso lo que el esperaba, por parte
de sus pares.
Sabido es por muchos que los violadores no son bienvenidos en los pabellones carcelarios, aún en aquellos que alojan delincuentes primarios. Ser violador es un insulto imperdonable para la comunidad carcelaria. Para
el conjunto de los presos, no es admisible tener un violador en el propio pabellón, y no hacer nada con él. No hay arrepentimiento atendible, ni precio que pueda opacar la necesidad de venganza carcelera. El abusador sexual merece morir. Pero antes de morir, debe sufrir. Juntamente con ello, el resto de los presos necesita diversión y festejo, júbilo y alegría.
El personal del Servicio Penitenciario estaba preocupado. A los agentes de la sección ingreso se les había ido la mano. En pocos días, Altamirano recibiría la visita de algún familiar, un hermano, su padre o su madre. El
Servicio Penitenciario no podía permitir que los familiares tomaran conocimiento del estado de salud del preso, y mucho menos que Altamirano les dijera quiénes habían sido sus agresores.
Era necesario deshacerse de Walter Altamirano, y pronto.
Por inmediata disposición del director de la cárcel, Altamirano fue alojado en el pabellón de los presos pesados. Presos reincidentes, la mayoría de ellos condenados a reclusión perpetua, sin posibilidad de salidas anticipadas.
Desde hacía muchos meses, la esposa de un recluso había ingresado al pabellón una aguja de tejer. Ese elemento había sido conservado por el jefe del pabellón, un preso viejo y un viejo preso de apellido Gauna. Pero Gauna había muerto tres días antes del ingreso de Altamirano. A Gauna la tuberculosis, y la ausencia de atención médica lo llevaron a la tumba.
Todos los presos del pabellón estaban de acuerdo que había que matar a Altamirano. Pero la discusión era cómo.
La deliberación duró 2 horas. El autor del homicidio sería designado por sorteo, y de hacer efectivo el trabajo, ocuparía el sillón de Gauna.
La forma de matar era la siguiente: el elegido por sorteo debía apoyar la punta de la aguja de tejer en el ombligo de Walter Altamirano y presionar hasta que la punta de la aguja tocara la columna vertebral, luego de ello la muerte llegaría cuando quisiera. La agonía de Walter sería contemplada por todos.
Así se hizo, con sábanas ataron a Altamirano a una silla. El sorteado fue Jonathan Medina. Al terminar el trabajo, a Medina le dolían las mejillas de tanto reír.