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Fuga de La Matanza: A 180 años de este suceso

Fuente Cehlam La Matanza

Un joven indio cautivo. Un escape que comienza en la estancia del Pino y el sueño de ser libre. La increíble historia de Mariano Rosas y su cautiverio en el pago matancero.

El cacique ranquel Painé Guer le había dejado indicado a su hijo de tan solo 9 años, Panghitruz, que junto a otros niños y mujeres, quedasen en retaguardia al cuidado de la caballada mientras éste salía al frente de un poderoso malón que arrasaría el sur santafesino y el lindero a la frontera norte de Buenos Aires. Ésta era una práctica común donde los niños aborígenes aprendían temprano a cuidar el ganado y a prepararse para la guerra. Pero esta vez algo salió mal… Una patrulla de soldados que recorría la zona descubrió el lugar donde estaban Panghitruz junto a otros chicos indios y todos fueron tomados prisioneros junto a la laguna de Langueló.

La partida militar trasladó a los niños al fuerte Federación llamado el “Centinela del departamento Norte” (más tarde conocido como Fuerte Junín) y de allí engrillados fueron conducidos hasta la aldea Santos Lugares, donde estaban los lúgubres y tenebrosos calabozos de la prisión militar del régimen Rosista conocidos célebremente como “La Crujía”. Según el recuerdo del propio ranquel su estadía allí fue “como de un año” y fueron tratados con dureza. Pero al enterarse de que Panghitruz era hijo de un cacique famoso se lo llevó en presencia del gobernador Juan Manuel de Rosas. El Restaurador lo interrogó minuciosamente y luego de saber que partencia a una tribu de muncha nombradía lo hizo bautizar, sirviéndole de padrino; le puso como nombre de pila “Mariano” y le dio su apellido: “Rosas”. Acto seguido y ya con la “bendición” del mandamás porteño lo mandó con los otros compañeros de infortunio como peón a su estancia del Pino.

SU ESTADÍA EN LA MATANZA

En su permanencia en la estancia “San Martin” o también conocida como estancia del “Pino”, en el pago matancero, Mariano y los suyos pasaron años trabajando duro, alojados al raso contra un corral de ñandubay, recibiendo lecciones útiles, provechosas sobre la manera de hacer faenas de campo, sobre el modo de amansar debidamente a un potro, aprendiendo a regentear un establecimiento rural en forma.

Entre rebencazos gratuitos y muestras de afecto, Mariano Rosas pasó su cautiverio donde aprendió también a leer y escribir. “Nadie bolea, ni piala, ni sujeta un potro del cabestro como él”, contó Lucio V. Mansilla en su afamado “Una excursión a los indios ranqueles”.

EL ESCAPE

En 6 años de cautiverio el joven aborigen no perdió la nostalgia por la toldería. Una noche de luna llena de 1840 ―a los 22 años de edad, según algunas fuentes― los jóvenes ranqueles montaron los mejores caballos y escaparon de la estancia matancera arreando una buena tropilla. Sabían que tenían que recorrer varios cientos de kilómetros hacia el occidente. Notada en el “Pino” su desaparición fueron perseguidos, pero no los alcanzaron. Al principio anduvieron perdidos, pero lograron escabullirse de sus perseguidores y engañar a la policía. Siguieron el camino que se dirigía a las villas de San Luis y Mendoza.

Después de seis días de marcha ―250 km― llegaron nuevamente a donde comenzó su infortunio, el fuerte Federación, y allí los dejaron pasar, creyendo que eran indios pacíficos que habían venido a comerciar. Siguieron camino 450 km más hacia el oeste hasta la villa de Mercedes, ya cercana a la región ranquelina. Allí abandonaron el camino y tomaron viejas rastrilladas rumbeando hacia el sur, 300 km más, hasta llegar a la laguna Leubucó, su tierra natal.

Llevaba poco tiempo de regreso en Leubucó, cuando Mariano Rosas recibió un majestuoso regalo de su padrino, Juan Manuel de Rosas. Mansilla lo cuenta así:”Consistía en doscientas yeguas, cincuenta vacas y diez toros de un pelo, dos tropillas de overos negros con madrinas oscuras, un apero completo con muchas prendas de plata, algunas arrobas de yerba y azúcar, tabaco y papel, ropa fina, un uniforme de coronel y muchas divisas coloradas”

Donde también agregaba:“Mariano Rosas conserva el más grato recuerdo de veneración por su padrino; hablaba de él con el mayor respeto, dice que cuanto es y sabe se lo debe a él; que después de Dios no ha tenido otro padre mejor; que por él sabe cómo se arregla y compone un caballo parejero; cómo se cuida el ganado vacuno, yeguarizo y lanar, para que se aumente pronto y esté en buenas carnes en toda estación; que él le enseñó a enlazar, a pialar y a bolear a lo gaucho. Y que a más de tales beneficios le debía el ser cristiano, lo que le ha valido ser muy afortunado en sus empresas”.

Mansilla transcribió una carta de Juan Manuel de Rosas a su ahijado, que acompañó con un obsequio y con recuerdos para Painé, en el que le decía que no estaba enojado por la fuga, pero que Mariano debería haberle evitado «el disgusto de no saber qué se había hecho». Lo invitaba también a visitarlo. Pero como dice el viejo aforismo: “La desconfianza es la madre de la seguridad”, Mariano, después de consultar a las viejas indias que anunciaban y predicaban males o desgracias, juró no dejar nunca más su tierra natal. Además conocía muy bien el trato que “su padrino” le daba a quienes lo defraudaban e intuía en su juicio que las dádivas recibidas de Rosas no eran más que una estrategia para seducir el regreso y posterior castigo ejemplar que tanto solía gustar aplicar al Restaurador en estos casos.

Para el estudio de psiquiatría y del síndrome de Estocolmo será entender por qué Panghitruz Guer conservó hasta en las firmas su nombre cristiano y guardó eterna y pública gratitud hacia su padrino. Así y todo nunca abandonó su lengua ni su pago. Ni siquiera cuando la viruela diezmó a su tribu y el gobierno le ofreció trasladarlos. Quizá en el fondo de su pensamiento bien valía correr todos los riesgos con tal de no perder nuevamente su preciada libertad.

Por Dr. Leonardo A. Racedo. (Edición de texto Carolina A. Racedo)

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