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A 51 AÑOS DEL INICIO DE SU OBRA, SIGUE CRECIENDO EL SUEÑO DEL PADRE MARIO PANTALEO

Cuando llegó a González Catán, hace más de 50 años, solo había algunas casas precarias, calles inaccesibles, personas mayores y con discapacidad sin atención y muchos chicos que necesitaban contención. Se sintió conmovido por esa realidad y decidió instalarse en esa localidad de La Matanza con una finalidad: ayudar a los más vulnerables. «El hombre solo no hace, es la comunidad la que hace» fue una de las frases célebres del padre Mario Pantaleo y la llevó a la práctica en cada una de sus acciones. Así, logró cambiar la vida de centenares de familias y miles de niños y niñas.

Conocido por sus «dones sanadores» y su gran obra comunitaria, este sacerdote italiano desembarcó en el barrio Villa Carmen -no sé sabe muy bien por qué- después de pasar 10 años por varios pueblos de Santa Fe y muchos destinos en Buenos Aires. Allí, con sus pocos ahorros, compró un terreno donde comenzó a construir una pequeña casa. A finales de la década del 60, conoció a Perla Gallardo, a quien le alivió una enfermedad que los médicos consideraban incurable. En agradecimiento, la mujer y su familia decidieron ayudar al padre en lo que era su sueño: construir una iglesia y una obra social. Gracias a donaciones, compraron más terrenos y en 1968 colocaron la piedra fundacional.

Desde ese momento, la Obra Padre Mario Pantaleo promueve el desarrollo humano a través de distintos proyectos y servicios comunitarios, beneficiando de forma directa e indirecta a más de 35.000 personas del barrio y sus alrededores.

«Trabajamos para cubrir los aspectos esenciales que transitan las personas a lo largo de su vida: educación, comunidad, trabajo, discapacidad, tercera edad, salud y deportes», detalla el doctor Carlos Garavelli, hijo de Perla, que quedó a cargo tras la muerte de Pantaleo, en 1992.

«Cuando tenía 8 años, papá compró un terreno para hacer la casa, a dos cuadras de la Obra. En esa época, esta zona estaba toda vacía, no había más que la capilla. Así que empecé a ir a tomar la leche en El Retoño y prácticamente me crié con la hermana Sidonia y el padre Mario», cuenta Gladys Dávila.

Cuando lo conoció, ella usaba muletas y silla de ruedas como consecuencia de un accidente. «Hasta que, un día, mi mamá escuchó del padre las palabras que estaba necesitando: nos dijo que no nos preocupáramos, que yo iba a lograr caminar, aunque con la pierna más corta y un poco de renguera, pero caminaría», recuerda Gladys y agrega: «Y así fue: hoy tengo 47 años y, gracias a Dios y al padre Mario, camino. Luego, me convertí en voluntaria y desde hace 14 años trabajo en el área Comunidad», detalla.

En sus 15.000 metros cuadrados de infraestructura funcionan diferentes instituciones que buscan contener a los chicos desde la primera infancia hasta la adolescencia. «La idea es que no terminen en la calle y sus consecuencias. Este es un barrio muy vulnerable y todo lo que podamos hacer por los niños en su primera formación es esencial», subraya Garavelli.

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