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José Manuel de la Sota: el legado de un gran argentino

Más que un eslogan de campaña, «El Hombre» era la síntesis de lo que la Argentina necesitaba y necesita aún: un verdadero político de raza como lo fue José Manuel De la Sota.

Él se definía ante todo como argentino, político y peronista.

Como argentino, poseía una clara visión de la Nación, del Estado y de la República. Como estadista, sostenía que la realidad nacional sólo puede ser cabalmente entendida si se la contempla en el contexto del mundo, de su lógica, de su complejidad, de sus componentes y sus tiempos. Comprendía que el Estado es la principal institución del pueblo y al servicio del pueblo, con el respeto irrestricto a un sólido régimen republicano y democrático como forma elemental de gobierno.

Entendía a la Política como el arte de la conducción de los pueblos. La persuasión era, tal vez, uno de sus atributos más sobresalientes, por ello no necesitaba mandar. Era notable el modo en que deslizaba, elípticamente, en el tono de voz, los imperativos de su voluntad. Afirmaba que «el poder no se disfruta ni se sufre: se ejerce», reflejando su fidelidad a la idea esencial de entender la política, impersonalmente, como un instrumento de servicio.

Finalmente, como peronista, era impermeable a toda insustancialidad que pudiera filtrarse en la doctrina; concebía el Justicialismo sin aditamento alguno.

Estos lineamientos regían verdaderamente su conducta, como lo demostró a lo largo de toda su vida. Como militante, como funcionario y como conductor político

En tiempos de gran fragmentación, De la Sota creía en la reconciliación, pero sólo a través de la verdad. Y dado que amaba a la Argentina, la encarnaba apasionadamente y la sufría, le dolía profundamente el odio que se había incubado en la política nacional.

Sostenía que «un político no tiene que saber de todo, sino saber escuchar». Creía en el verdadero diálogo, que implica el intercambio con lo distinto y lo diverso para un genuino y enriquecedor intercambio de ideas. Por ello, se autoproclamaba como «un eterno aprendiz».

En los últimos tiempos, si bien no hizo declaraciones públicas, en reuniones con la dirigencia de los distintos sectores del país, sindicales, políticos, eclesiales y empresariales expresaba que «el principal problema de la Argentina era de naturaleza política, luego social y económica». «Tenemos que convocar a la unidad nacional a todos los sectores de la vida política del país», insistía.

En épocas de la asunción del presidente Mauricio Macri, ante una consulta periodística, dijo: «En el lugar del Presidente, convocaría a la unidad nacional y conformaría un gobierno de coalición».

Claramente podríamos decir que lograr esa unidad imprescindible para poner a la Argentina de pie y comenzar a construir su destino era la máxima aspiración política de su vida.

Si repasamos sus promesas de campaña presidencial del año 2015 -«convocar a un gran pacto nacional»; «combatir el desempleo generando puestos de trabajo para la juventud»; «salir del cepo y del default de manera paulatina y sin brusquedades»-, podemos advertir los muchos inconvenientes y pesares que nos habríamos evitado de haber sido guiados por su meridiana claridad.

En sus últimos señalamientos al Peronismo afirmaba: «Si el gobierno representa las grandes empresas, nosotros tenemos que representar a las Pymes; si el gobierno representa a la Sociedad Rural, nosotros tenemos que representar a los pequeños productores; si el gobierno representa a las grandes superficies formadoras de precios, nosotros tenemos que representar a los almacenes de barrio».

De la Sota era un profundo admirador del Papa Francisco. Precisamente por ello, jamás hizo usufructo de su figura, ni siquiera de una foto, para «colgarse» de su autoridad. Creía que, para combatir la «cultura del descarte», la mejor expresión del Papa en nuestra Nación eran los curas de las villas, a quienes admiraba, y pensaba además que, en las comunidades en las que ellos viven, están las soluciones para salir de la pobreza.

A quienes lo acompañamos en estos tiempos, nos impulsaba a trabajar con ellos y a comprometernos verdaderamente. «Vamos a tener que hacer un plan Marshall adaptado a la Argentina para poder salir de la pobreza», nos decía, en los recorridos por esas barriadas.

Esa conciencia popular, de calle, se combinaba en él, armoniosamente, con un altísimo nivel de cultura; era capaz de disfrutar con la misma intensidad tanto de las mejores obras de arte como de bailar un cuarteto junto a su pueblo.

Por otra parte, fue un dirigente que gestaba los procesos de su vida política con una visión estratégica -lo electoral constituía una instancia táctica- y su gran perseverancia era un elemento determinante para transitarlos.

También fue un hombre de fe. Un creyente que entendía la dimensión trascendente de la vida. Sobreponerse a las duras pruebas, de público conocimiento, que se impusieron en su camino es la muestra más acabada de ello.

Esa manera de concebir y contemplar la vida hace que quienes estuvimos a su lado sepamos comprender la «pérdida» de manera distinta. Por ello, puedo decir que Dios me hizo «ganar» desde el momento en que puso en mi vida a un gran maestro, a un amigo, a un hermano y a un conductor.

Su desaparición física no nos deja un vacío sino un legado espiritual, invaluable e interpelante.

Por todo esto, con el grado de admiración que le tengo y le tendré por siempre y con el más entrañable afecto, es que quiero decirle, con las palabras con las que a él le gustaba despedirme: «¡gracias amigo!».

Fuente Infobae

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