En medio de la polémica, vuelve el manido argumento de que la influencia de la iglesia en la sociedad y el “conservadurismo” del interior serían la raíz de todos nuestros males. Una visión en la que confluyen liberalismos de izquierda y de derecha

Tras la media sanción en Diputados del proyecto de legalización del aborto, empezaron las interpelaciones al Senado para que no delibere, porque «la sociedad» ya se habría pronunciado, olvidando, entre otras cosas, que la aprobación en Diputados fue agónica y lograda gracias a un transfuguismo de último minuto teñido de sospecha. Al mismo tiempo, partidarios del aborto legal sostienen que la Iglesia ha cumplido un «rol tremendo» en la «estigmatización de la mujer». O bien, como en un eco de civilización o barbarie, que el Senado es la cámara refugio del «conservadurismo del interior».

fue agónica y lograda gracias a un transfuguismo de último minuto teñido de sospecha. Al mismo tiempo, partidarios del aborto legal sostienen que la Iglesia ha cumplido un «rol tremendo» en la «estigmatización de la mujer». O bien, como en un eco de civilización o barbarie, que el Senado es la cámara refugio del «conservadurismo del interior».

«Que escuchen a la sociedad», es el reclamo de quienes creen que el Congreso debe legislar en función de la prepotencia del número de una opinión pública, esencialmente porteña, más ruidosa o más mediática, pero no necesariamente mayoritaria.

La presión al Senado implica desprecio a todas las demás manifestaciones, como si los sectores que se oponen a la legalización del aborto no formasen parte de la sociedad o no hubiesen demostrado ser tanto o más numerosos que los partidarios de la legalización en la multiplicidad de marchas por la vida organizadas en todo el país. De ahí el reclamo de federalización del debate

Algunos matan dos pájaros de un tiro: en el Senado habría un bloque de provincias -el «interior tradicional»- que opera como lastre del país que aspira a la modernidad y al progreso y sobre el cual la Iglesia Católica opera una suerte de «tutela». Este tipo de argumentos surgen de la pluma de historiadores y otros intelectuales tanto «nac&pop» como liberales.
Hay muchos falsos supuestos detrás de esa visión, empezando por la asociación de todo lo moderno con lo positivo y del «interior» con el atraso.


Hay muchos falsos supuestos detrás de esa visión, empezando por la asociación de todo lo moderno con lo positivo y del «interior» con el atraso.

Pero además, detrás de este rebrote laicista y unitario subyace una interpretación de nuestra historia: la Argentina se habría construido en una suerte de movimiento emancipatorio de… ¡la Iglesia Católica! Y contra el interior.rebrote laicista y unitario subyace una interpretación de nuestra historia: la Argentina se habría construido en una suerte de movimiento emancipatorio de… ¡la Iglesia Católica! Y contra el interior.

la Argentina se habría construido en una suerte de movimiento emancipatorio de… ¡la Iglesia Católica! Y contra el interior.rebrote laicista y unitario subyace una interpretación de nuestra historia: la Argentina se habría construido en una suerte de movimiento emancipatorio de… ¡la Iglesia Católica! Y contra el interior.

Como si la Iglesia fuese un cuerpo extraño y no parte constitutiva de la Nación desde su misma génesis, la nueva panacea es su total confinamiento a la «esfera privada». Y,como si las provincias no hubiesen tenido un rol central en la organización nacional, se le quiso negar al Senado su derecho al debate y revisión de un proyecto de ley.

Es por ese mismo espíritu que, en la discusión pública sobre la legalización del aborto se buscó, primero, etiquetar a toda la oposición y a todas las críticas al proyecto como de «moral religiosa» y en especial «católica»; aunque los demás credos -judaísmo, islam, protestantes- también se pronunciaron en sentido condenatorio. De hecho, ACIERA (Alianza Cristiana de Iglesias Evangélicas de la República Argentina), la más numerosa federación de denominaciones protestantes, estuvo en la primera línea de la movilización contra el proyecto de legalización.

Pero la letra aprendida de casi todos los voceros del aborto libre fue «esto no es una cuestión de moral o de religión, sino de salud pública». Más allá de esta concepción por demás reduccionista de lo moral, ¿hace falta creer en Dios para considerar que la vida humana es el bien más preciado a resguardar?

¿hace falta creer en Dios para considerar que la vida humana es el bien más preciado a resguardar?

El segundo paso de este modus operandi fue tildar de «injerencia» o «presión» cada intervención de algún vocero de la Iglesia, a la vez que se recibía con algarabía toda opinión de organizaciones extranjeras, sin el menor arraigo histórico ni social en el país, como Amnesty International, Transparency o análogas. Ni hablar de los sellos de goma -estilo «Católicas por el derecho a decidir»- que aparecen de la nada en estas coyunturas.

LAICIDAD Y LAICISMO

La laicidad, que la misma Iglesia Católica respalda, es una característica de la organización de nuestro Estado; el laicismo es una ideología, una militancia, que busca eliminar o por lo menos deslegitimar toda influencia de la religión en la vida pública, como si ésta fuese un elemento externo a la sociedad.Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».

Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.

Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.

El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.

Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.

EL VISIONARIO MODERNISTA

Bernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.

La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.

La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación.
Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».
Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.

Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.

El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.

Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.

EL VISIONARIO MODERNISTA

Bernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.

La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.

La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación.
de nuestro Estado; el laicismo es una ideología, una militancia, que busca eliminar o por lo menos deslegitimar toda influencia de la religión en la vida pública, como si ésta fuese un elemento externo a la sociedad.Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola NaciónSobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación
Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación
¿hace falta creer en Dios para considerar que la vida humana es el bien más preciado a resguardar?
El segundo paso de este modus operandi fue tildar de «injerencia» o «presión» cada intervención de algún vocero de la Iglesia, a la vez que se recibía con algarabía toda opinión de organizaciones extranjeras, sin el menor arraigo histórico ni social en el país, como Amnesty International, Transparency o análogas. Ni hablar de los sellos de goma -estilo «Católicas por el derecho a decidir»- que aparecen de la nada en estas coyunturas.LAICIDAD Y LAICISMOLa laicidad, que la misma Iglesia Católica respalda, es una característica de la organización de nuestro Estado; el laicismo es una ideología, una militancia, que busca eliminar o por lo menos deslegitimar toda influencia de la religión en la vida pública, como si ésta fuese un elemento externo a la sociedad.Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola NaciónSobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación de nuestro Estado; el laicismo es una ideología, una militancia, que busca eliminar o por lo menos deslegitimar toda influencia de la religión en la vida pública, como si ésta fuese un elemento externo a la sociedad.Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola NaciónSobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación
Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación
¿hace falta creer en Dios para considerar que la vida humana es el bien más preciado a resguardar?
El segundo paso de este modus operandi fue tildar de «injerencia» o «presión» cada intervención de algún vocero de la Iglesia, a la vez que se recibía con algarabía toda opinión de organizaciones extranjeras, sin el menor arraigo histórico ni social en el país, como Amnesty International, Transparency o análogas. Ni hablar de los sellos de goma -estilo «Católicas por el derecho a decidir»- que aparecen de la nada en estas coyunturas.LAICIDAD Y LAICISMOLa laicidad, que la misma Iglesia Católica respalda, es una característica de la organización de nuestro Estado; el laicismo es una ideología, una militancia, que busca eliminar o por lo menos deslegitimar toda influencia de la religión en la vida pública, como si ésta fuese un elemento externo a la sociedad.Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola NaciónSobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación


Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.

Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.

El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.

Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.

EL VISIONARIO MODERNISTA

Bernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.

La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.

La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación.
de nuestro Estado; el laicismo es una ideología, una militancia, que busca eliminar o por lo menos deslegitimar toda influencia de la religión en la vida pública, como si ésta fuese un elemento externo a la sociedad.Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola NaciónSobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación
Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación
¿hace falta creer en Dios para considerar que la vida humana es el bien más preciado a resguardar?
El segundo paso de este modus operandi fue tildar de «injerencia» o «presión» cada intervención de algún vocero de la Iglesia, a la vez que se recibía con algarabía toda opinión de organizaciones extranjeras, sin el menor arraigo histórico ni social en el país, como Amnesty International, Transparency o análogas. Ni hablar de los sellos de goma -estilo «Católicas por el derecho a decidir»- que aparecen de la nada en estas coyunturas.LAICIDAD Y LAICISMOLa laicidad, que la misma Iglesia Católica respalda, es una característica de la organización de nuestro Estado; el laicismo es una ideología, una militancia, que busca eliminar o por lo menos deslegitimar toda influencia de la religión en la vida pública, como si ésta fuese un elemento externo a la sociedad.Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola NaciónSobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación de nuestro Estado; el laicismo es una ideología, una militancia, que busca eliminar o por lo menos deslegitimar toda influencia de la religión en la vida pública, como si ésta fuese un elemento externo a la sociedad.Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola NaciónSobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación
Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación
¿hace falta creer en Dios para considerar que la vida humana es el bien más preciado a resguardar?
El segundo paso de este modus operandi fue tildar de «injerencia» o «presión» cada intervención de algún vocero de la Iglesia, a la vez que se recibía con algarabía toda opinión de organizaciones extranjeras, sin el menor arraigo histórico ni social en el país, como Amnesty International, Transparency o análogas. Ni hablar de los sellos de goma -estilo «Católicas por el derecho a decidir»- que aparecen de la nada en estas coyunturas.LAICIDAD Y LAICISMOLa laicidad, que la misma Iglesia Católica respalda, es una característica de la organización de nuestro Estado; el laicismo es una ideología, una militancia, que busca eliminar o por lo menos deslegitimar toda influencia de la religión en la vida pública, como si ésta fuese un elemento externo a la sociedad.Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola NaciónSobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación

de nuestro Estado; el laicismo es una ideología, una militancia, que busca eliminar o por lo menos deslegitimar toda influencia de la religión en la vida pública, como si ésta fuese un elemento externo a la sociedad.Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola NaciónSobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación
Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación
¿hace falta creer en Dios para considerar que la vida humana es el bien más preciado a resguardar?
El segundo paso de este modus operandi fue tildar de «injerencia» o «presión» cada intervención de algún vocero de la Iglesia, a la vez que se recibía con algarabía toda opinión de organizaciones extranjeras, sin el menor arraigo histórico ni social en el país, como Amnesty International, Transparency o análogas. Ni hablar de los sellos de goma -estilo «Católicas por el derecho a decidir»- que aparecen de la nada en estas coyunturas.LAICIDAD Y LAICISMOLa laicidad, que la misma Iglesia Católica respalda, es una característica de la organización de nuestro Estado; el laicismo es una ideología, una militancia, que busca eliminar o por lo menos deslegitimar toda influencia de la religión en la vida pública, como si ésta fuese un elemento externo a la sociedad.Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola NaciónSobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación

Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación
¿hace falta creer en Dios para considerar que la vida humana es el bien más preciado a resguardar?
El segundo paso de este modus operandi fue tildar de «injerencia» o «presión» cada intervención de algún vocero de la Iglesia, a la vez que se recibía con algarabía toda opinión de organizaciones extranjeras, sin el menor arraigo histórico ni social en el país, como Amnesty International, Transparency o análogas. Ni hablar de los sellos de goma -estilo «Católicas por el derecho a decidir»- que aparecen de la nada en estas coyunturas.LAICIDAD Y LAICISMOLa laicidad, que la misma Iglesia Católica respalda, es una característica de la organización de nuestro Estado; el laicismo es una ideología, una militancia, que busca eliminar o por lo menos deslegitimar toda influencia de la religión en la vida pública, como si ésta fuese un elemento externo a la sociedad.Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola NaciónSobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación

Es por ese mismo espíritu que, en la discusión pública sobre la legalización del aborto se buscó, primero, etiquetar a toda la oposición y a todas las críticas al proyecto como de «moral religiosa» y en especial «católica»; aunque los demás credos -judaísmo, islam, protestantes- también se pronunciaron en sentido condenatorio. De hecho, ACIERA (Alianza Cristiana de Iglesias Evangélicas de la República Argentina), la más numerosa federación de denominaciones protestantes, estuvo en la primera línea de la movilización contra el proyecto de legalización.

Pero la letra aprendida de casi todos los voceros del aborto libre fue «esto no es una cuestión de moral o de religión, sino de salud pública». Más allá de esta concepción por demás reduccionista de lo moral, ¿hace falta creer en Dios para considerar que la vida humana es el bien más preciado a resguardar?

¿hace falta creer en Dios para considerar que la vida humana es el bien más preciado a resguardar?

El segundo paso de este modus operandi fue tildar de «injerencia» o «presión» cada intervención de algún vocero de la Iglesia, a la vez que se recibía con algarabía toda opinión de organizaciones extranjeras, sin el menor arraigo histórico ni social en el país, como Amnesty International, Transparency o análogas. Ni hablar de los sellos de goma -estilo «Católicas por el derecho a decidir»- que aparecen de la nada en estas coyunturas.

LAICIDAD Y LAICISMO

La laicidad, que la misma Iglesia Católica respalda, es una característica de la organización de nuestro Estado; el laicismo es una ideología, una militancia, que busca eliminar o por lo menos deslegitimar toda influencia de la religión en la vida pública, como si ésta fuese un elemento externo a la sociedad.Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola NaciónSobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola NaciónSobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación
¿hace falta creer en Dios para considerar que la vida humana es el bien más preciado a resguardar?
El segundo paso de este modus operandi fue tildar de «injerencia» o «presión» cada intervención de algún vocero de la Iglesia, a la vez que se recibía con algarabía toda opinión de organizaciones extranjeras, sin el menor arraigo histórico ni social en el país, como Amnesty International, Transparency o análogas. Ni hablar de los sellos de goma -estilo «Católicas por el derecho a decidir»- que aparecen de la nada en estas coyunturas.LAICIDAD Y LAICISMOLa laicidad, que la misma Iglesia Católica respalda, es una característica de la organización de nuestro Estado; el laicismo es una ideología, una militancia, que busca eliminar o por lo menos deslegitimar toda influencia de la religión en la vida pública, como si ésta fuese un elemento externo a la sociedad.Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola NaciónSobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación
Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación
¿hace falta creer en Dios para considerar que la vida humana es el bien más preciado a resguardar?
El segundo paso de este modus operandi fue tildar de «injerencia» o «presión» cada intervención de algún vocero de la Iglesia, a la vez que se recibía con algarabía toda opinión de organizaciones extranjeras, sin el menor arraigo histórico ni social en el país, como Amnesty International, Transparency o análogas. Ni hablar de los sellos de goma -estilo «Católicas por el derecho a decidir»- que aparecen de la nada en estas coyunturas.LAICIDAD Y LAICISMOLa laicidad, que la misma Iglesia Católica respalda, es una característica de la organización de nuestro Estado; el laicismo es una ideología, una militancia, que busca eliminar o por lo menos deslegitimar toda influencia de la religión en la vida pública, como si ésta fuese un elemento externo a la sociedad.Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola NaciónSobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación

Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación
¿hace falta creer en Dios para considerar que la vida humana es el bien más preciado a resguardar?
El segundo paso de este modus operandi fue tildar de «injerencia» o «presión» cada intervención de algún vocero de la Iglesia, a la vez que se recibía con algarabía toda opinión de organizaciones extranjeras, sin el menor arraigo histórico ni social en el país, como Amnesty International, Transparency o análogas. Ni hablar de los sellos de goma -estilo «Católicas por el derecho a decidir»- que aparecen de la nada en estas coyunturas.LAICIDAD Y LAICISMOLa laicidad, que la misma Iglesia Católica respalda, es una característica de la organización de nuestro Estado; el laicismo es una ideología, una militancia, que busca eliminar o por lo menos deslegitimar toda influencia de la religión en la vida pública, como si ésta fuese un elemento externo a la sociedad.Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola NaciónSobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación
Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación
¿hace falta creer en Dios para considerar que la vida humana es el bien más preciado a resguardar?
El segundo paso de este modus operandi fue tildar de «injerencia» o «presión» cada intervención de algún vocero de la Iglesia, a la vez que se recibía con algarabía toda opinión de organizaciones extranjeras, sin el menor arraigo histórico ni social en el país, como Amnesty International, Transparency o análogas. Ni hablar de los sellos de goma -estilo «Católicas por el derecho a decidir»- que aparecen de la nada en estas coyunturas.LAICIDAD Y LAICISMOLa laicidad, que la misma Iglesia Católica respalda, es una característica de la organización de nuestro Estado; el laicismo es una ideología, una militancia, que busca eliminar o por lo menos deslegitimar toda influencia de la religión en la vida pública, como si ésta fuese un elemento externo a la sociedad.Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola NaciónSobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación

Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación
¿hace falta creer en Dios para considerar que la vida humana es el bien más preciado a resguardar?
El segundo paso de este modus operandi fue tildar de «injerencia» o «presión» cada intervención de algún vocero de la Iglesia, a la vez que se recibía con algarabía toda opinión de organizaciones extranjeras, sin el menor arraigo histórico ni social en el país, como Amnesty International, Transparency o análogas. Ni hablar de los sellos de goma -estilo «Católicas por el derecho a decidir»- que aparecen de la nada en estas coyunturas.LAICIDAD Y LAICISMOLa laicidad, que la misma Iglesia Católica respalda, es una característica de la organización de nuestro Estado; el laicismo es una ideología, una militancia, que busca eliminar o por lo menos deslegitimar toda influencia de la religión en la vida pública, como si ésta fuese un elemento externo a la sociedad.Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola NaciónSobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación
Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación
¿hace falta creer en Dios para considerar que la vida humana es el bien más preciado a resguardar?
El segundo paso de este modus operandi fue tildar de «injerencia» o «presión» cada intervención de algún vocero de la Iglesia, a la vez que se recibía con algarabía toda opinión de organizaciones extranjeras, sin el menor arraigo histórico ni social en el país, como Amnesty International, Transparency o análogas. Ni hablar de los sellos de goma -estilo «Católicas por el derecho a decidir»- que aparecen de la nada en estas coyunturas.LAICIDAD Y LAICISMOLa laicidad, que la misma Iglesia Católica respalda, es una característica de la organización de nuestro Estado; el laicismo es una ideología, una militancia, que busca eliminar o por lo menos deslegitimar toda influencia de la religión en la vida pública, como si ésta fuese un elemento externo a la sociedad.Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola NaciónSobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación

Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación
¿hace falta creer en Dios para considerar que la vida humana es el bien más preciado a resguardar?
El segundo paso de este modus operandi fue tildar de «injerencia» o «presión» cada intervención de algún vocero de la Iglesia, a la vez que se recibía con algarabía toda opinión de organizaciones extranjeras, sin el menor arraigo histórico ni social en el país, como Amnesty International, Transparency o análogas. Ni hablar de los sellos de goma -estilo «Católicas por el derecho a decidir»- que aparecen de la nada en estas coyunturas.LAICIDAD Y LAICISMOLa laicidad, que la misma Iglesia Católica respalda, es una característica de la organización de nuestro Estado; el laicismo es una ideología, una militancia, que busca eliminar o por lo menos deslegitimar toda influencia de la religión en la vida pública, como si ésta fuese un elemento externo a la sociedad.Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola NaciónSobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación

¿hace falta creer en Dios para considerar que la vida humana es el bien más preciado a resguardar?
El segundo paso de este modus operandi fue tildar de «injerencia» o «presión» cada intervención de algún vocero de la Iglesia, a la vez que se recibía con algarabía toda opinión de organizaciones extranjeras, sin el menor arraigo histórico ni social en el país, como Amnesty International, Transparency o análogas. Ni hablar de los sellos de goma -estilo «Católicas por el derecho a decidir»- que aparecen de la nada en estas coyunturas.
LAICIDAD Y LAICISMOLa laicidad, que la misma Iglesia Católica respalda, es una característica de la organización de nuestro Estado; el laicismo es una ideología, una militancia, que busca eliminar o por lo menos deslegitimar toda influencia de la religión en la vida pública, como si ésta fuese un elemento externo a la sociedad.Sobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola NaciónSobre la laicidad, como lo recordó el Obispo de Mar del Plata, Gabriel Mestre, la propia Conferencia Episcopal ha planteado modalidades para poner fin al aporte estatal: «Los feligreses pueden sostener a la iglesia. Es absolutamente mínimo el porcentaje que entra (por) el sueldo de los obispos o sacerdotes de fronteras».Estas cuestiones, que algunos hoy señalan escandalizados, tienen una razón de ser y un justificativo histórico. Porque, mal que les pese a los cultores del «laicismo», la Argentina nació católica. No fanática, no clerical, pero sí católica. La Revolución y la Independencia, así como muchos otros acontecimientos importantes de nuestra historia, pueden haber dividido a la Iglesia como institución, pero la fe y la religiosidad impregnaron todo el recorrido de la consolidación del territorio independiente y muchos miembros del clero, tanto secular como regular, estuvieron en la primera fila de la lucha. Un tercio de los diputados al Congreso de Tucumán y muchos personajes destacados de esos primeros años eran hombres de Iglesia.Y quienes, como San Martín y Belgrano, consolidaron en el terreno la Revolución y la Independencia eran personas de fe;nuevamente, ni beatos, ni fanáticos, pero sí hombres de fe. San Martín celebraba cada victoria militar con un Te Deum y Belgrano, luego de triunfar en Salta, envió al Cabildo de Luján las banderas capturadas a las tropas realistas como ofrenda a la Virgen por su protección.El otro olvido histórico detrás de las críticas al «interior tradicional» es el de que los pasos decisivos de la construcción del Estado moderno fueron logros de las provincias contra el puerto: como la unidad y la organización nacional en 1853 o la federalización de Buenos Aires en 1880.Incluso antes, mientras el Ejército del Norte, el de Los Andes y los gauchos de Güemes daban batalla a los realistas, en Buenos Aires nacía esa corriente que encontraba en la Iglesia y en las provincias del interior al adversario principal de la «modernidad». Cierto porteñismo anticlerical, con la misma concepción de «lo moderno» esgrimida por muchos en estos días, se entretenía en diseñar un país a la medida de los intereses del puerto. Aun al precio d. traicionar la causa de la Revolución.EL VISIONARIO MODERNISTABernardino Rivadavia, primer presidente –de facto, cabe aclarar, en virtud de una ley que creaba un Poder Ejecutivo cuando aún no teníamos Constitución-, fue el primer exponente de esta tendencia.La exitosa expedición sanmartiniana a Chile consolidó la independencia de las Provincias Unidas; una tranquilidad provechosa para la llamada «feliz experiencia de Buenos Aires», bajo la gobernación de Martín Rodríguez y su influyente secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia. Pero cuando desde Perú, el Libertador solicitó el auxilio de la Capital para continuar su campaña, el partido rivadaviano se lo negó.La consolidación de nuestra frontera con el Brasil y la persistencia de la cultura y el idioma guaraní se las debemos más a los jesuitas que a los modernizadores rivadavianos que regalaron el triunfo de nuestras armas con una paz deshonrosa (en 1827), entregando la Banda Oriental al Brasil -la provincia Cisplatina-, primer paso para la definitiva separación de las dos orillas del Plata, que debieron haberse integrado en una sola Nación

Asegurado el frente externo por la acción de terceros a los que negaba respaldo, Rivadavia aprovechó esa tregua para aplicar una serie de reformas inspiradas por su larga estadía en Europa. Como fracasó, sus apologistas lo llamaron visionario, adelantado a su tiempo; lo cierto es que simplemente le dio la espalda al interior y al país real y se puso a legislar a su antojo.

Años más tarde, también San Martín lo llamó «visionario», con evidente ironía: «Tenga usted presente [que] el célebre Rivadavia empleó en sólo madera para hacer andamios para componer la fachada de lo que llaman Catedral 60 mil duros, que se gastaron ingentes sumas para contratar ingenieros en Francia y comprar útiles para la construcción de un Canal de Mendoza a Buenos Aires, que estableció un banco en donde apenas había descuentos, que gastó cien mil pesos para la construcción de un Pozo Artesiano al lado de un río y en medio de un Cementerio Público, y todo esto se hacía cuando no había un muelle para embarcar y desembarcar los efectos […]; que el Ejército estaba sin pagar y en tal miseria que pedían limosna los soldados públicamente (…): sería de no acabar si se enumerasen las locuras de aquel Visionario y la admiración de un gran número de mis Compatriotas, creyendo improvisar en Buenos Aires la civilización Europea con sólo [decretos]».

El febril activismo de Rivadavia -que curiosamente sí era beato y respetuoso de las manifestaciones externas del culto- incluyó una reforma eclesiástica por la cual quiso eliminar de un plumazo -y despojarlas de sus propiedades- a todas las órdenes religiosas con la finalidad declarada de redistribuir a los curas por el país. También eliminó el fuero religioso, algo que muchos eclesiásticos aprobaban, pues era parte indispensable del proceso de supresión de los privilegios coloniales-, pero, como suele pasar, unas medidas necesarias y hasta obvias se usaban para disfrazar o hacer pasar otras que no sólo no eran necesarias sino negativas.

Su reforma, vale aclarar, no apuntaba a separar Iglesia y Estado sino a colocar a la primera bajo completa tutela del segundo.

Vicente López y Planes le escribía a San Martín que Rivadavia encarnaba la «contrarrevolución». Es que el hombre se las tomaba con todo lo que había sido sustento de la Revolución y garantía de la Independencia: provincias y ejército especialmente, como bien denuncia San Martín.

P

refería gastar los fondos de la aduana en embellecer las plazas de Buenos Aires antes que enviar refuerzos al Perú. O promulgar una constitución unitaria y elitista que fue unánimemente rechazada por el Interior «atrasado».

PERIFERIAS

Hoy resurgen estas tendencias, como la de legislar o reformar sin tomar en cuenta las verdaderas urgencias nacionales. Ningún médico o asistente social que trabaje entre sectores necesitados avalaría que se destinen fondos al aborto, una demanda de sectores medios, en detrimento de las necesidades sanitarias de los más carenciados